Prefacio
Durante la cacería de la mañana, Liselot se alejó de la manada, y su padre salió en su búsqueda, hasta encontrarla oculta en una cueva.
-¿Otra vez? -le preguntó en su particular
registro, semejante a las voces de las ballenas.
-Podría haber tenido suerte, y ustedes no lo
hubieran percibido.
-Lo que deseas nunca ocurrirá. Creo que ya es
tiempo de que hagamos un consejo.
Más tarde, estaban todos reunidos junto a unas
rocas, porque contrario a lo que se piensa, estos peculiares habitantes del
mar, no moran en viviendas fantásticas, rodeados de plantas marinas y
caracolas. Ellos vagan de forma incesante por el mar, igual que todos los
habitantes del océano.
-Mi hija, aquí presente -comenzó el padre-,
insiste en subir a la superficie y aproximarse a los humanos. Se escapa
constantemente, y ya no sé qué hacer con ella. Por eso pido su consejo a esta
asamblea, para que me indique qué camino seguir.
-Expulsarla de la manada. No hay otra opción.
Si la encerramos moriría, y nosotros no matamos a los nuestros.
-¿Es la única solución? -preguntó el padre
afligido.
-Sí. Liselot se escapará cada vez más lejos,
hasta que atraiga la atención de los humanos hacia nosotros.
» Hemos vivido más de mil años, sin que el
mundo sepa de nuestra existencia. Si ellos nos descubren saldrán a cazarnos al
igual que lo hacen con nuestros parientes cetáceos, y nuestra raza se
extinguiría para siempre.
» Liselot debe tener presente que no podrá
escapar a su destino, el cual significa matar cuando se vea amenazada. Tampoco
deberá crear vínculo permanente con ningún humano, o será la perdición de él.
» Nosotros no existimos para hacer daño
gratuitamente, pero temo que esta sirena haga cosas muy malas guiada por el
capricho...
» Desde este momento, Liselot es libre de
marcharse, para nunca más regresar.
-Qué así sea -respondieron todos
a coro.
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